La competencia por el liderazgo mundial en inteligencia artificial ha dejado de ser una simple carrera de velocidad para convertirse en una disputa de sentido, donde Estados Unidos y China ya no corren sobre la misma pista, ni miden el éxito con la misma vara, dado que mientras Washington apuesta por la supremacía del software de alto impacto y por una investigación fuertemente centralizada en manos privadas, Pekín despliega una estrategia de industrialización masiva, con infinitos centros de innovación y una lógica territorial capaz de transformar cada ciudad en un laboratorio vivo. El punto ya no es quién llegará primero, sino fundamentalmente quién construirá el camino que los demás países terminarán copiando.
Para entender los diversos rumbos, debemos entender que, en el modelo estadounidense, la inteligencia artificial se concibe como un activo geopolítico controlado por corporaciones que operan bajo reglas de mercado, pero con un ojo puesto en los contratos federales y la defensa nacional. Por ello herramientas como ChatGPT, Gemini o Claude no son meras aplicaciones, sino que se han convertido en enclaves de soberanía tecnológica sustentados en super centros de datos que consumen energía y capital a escala casi industrial, donde su valor se asienta en la capacidad de capturar el tráfico global de datos, entrenar modelos multimodales y vender acceso restringido a través de API cerradas que, a la postre, integran a terceros en un ecosistema dominado por Silicon Valley. Ese modelo concentra talento, datos y cómputo, pero corre el riesgo de desvincularse de la adopción productiva cotidiana si el resto del mundo no logra pagar la barrera de entrada tecnológica o regulatoria.
China, en cambio, invierte el orden de prioridades fijando como prioridad la adopción de la tecnología para solo después centrarse en la perfección. Para ello, el Estado diseña políticas de estímulo que obligan a competir a las distintas provincias, universidades y startups de dicho país en una carrera nacional entre las distintas regiones para luego adoptar las propuestas más exitosas. De esta manera, modelos como DeepSeek, Qwen o Yi se entrenan para resolver problemas locales como la gestión urbana, los servicios públicos o de manufactura y, en ese proceso, generan versiones sucesivas cada vez más eficientes, donde el objetivo no es imponer aun un estándar global inmediato, sino garantizar la autonomía funcional del país reduciendo la dependencia de chips y software extranjeros. Con este propósito han nacido alianzas como la Model‑Chip Ecosystem Innovation Alliance, que busca cerrar el círculo entre hardware propio y software optimizado para ese hardware.
La estrategia china aprovecha la rivalidad regional interna, donde ciudades como Shenzhen, Hangzhou oChongqing ofrecen incentivos fiscales, clústeres de GPU y contratos públicos a quienes consigan casos de uso escalables. Hay competencia real, con resultados medibles, donde asistentes judiciales resuelven millones de expedientes, robots patrullan barrios y se expanden sistemas de recomendación en supermercados sin cajeros y motores de búsqueda locales capaces de resumir sentencias o artículos científicos en segundos. Cada demostración industrial surgido de estas regiones alimenta el ciclo de retroalimentación del Estado, que premia proyectos exitosos y redistribuye buenas prácticas al resto del país.
No obstante, la ventaja norteamericana en investigación fundamental y en capacidad de cómputo continúa siendo sustancial, donde OpenAI o Google DeepMind publican avances disruptivos en alineamiento y razonamiento, pero sin lograr la incorporación de estos avances de manera veloz en la economía real. Esto es lo que ha entendido China, poniendo el foco ya no en superar los benchmarks occidentales, sino en transformar fábricas, puertos y oficinas gubernamentales, para lo que basta tan solo conque funcione bien, en chino, y que esté disponible sin fricción ni costo prohibitivo.
En síntesis, no existe, por tanto, una única inteligencia artificial global, sino dos modelos de desarrollo que encarnan visiones divergentes sobre qué debe ser la IA, a quién debe servir y bajo qué régimen de control debe operar. La historia demuestra que la tecnología que prevalece no siempre es la más elegante, sino la que mejor se adapta a los resortes productivos y políticos de su entorno, por ello, subestimar el camino chino por no ajustarse a los cánones occidentales equivale a perder de vista el futuro mercado donde esa lógica será dominante. En definitiva, la batalla por la IA no se libra sólo en los laboratorios, sino en la forma en que cada sociedad decide integrar la inteligencia de las máquinas a su tejid ovital.